lunes, 30 de julio de 2007

Cuando a los grandes les da por morir...

El director de cine sueco Ingmar Bergman, ha fallecido hoy a los 89 años en la isla sueca de Faarö, según ha anunciado hoy su hija Eva a la agencia de prensa TT. Autor de clásicos del cine como El séptimo sello o Fanny y Alexander, se encontraba retirado en su casa de la isla del Mar Báltico desde hace años y ha muerto "tranquila y dulcemente", según su hermana, que no ha precisado las causas de la muerte.
Nacido el 14 de julio de 1918 en Uppsala, al norte de Estocolmo, Bergman llegó a firmar más de 40 películas, entre ellas Fresas salvajes (1957), Gritos y susurros (1972), Escenas de la vida conyugal (1974) o Sonata de otoño (1978). Su obra más conocida es, sin duda, El séptimo sello, de 1957, cumbre del cine protagonizada por Max Von Sidow, entre otros. En su filmografía, Bergman abordó, con una visión casi siempre trágica, las relaciones entre hombres y mujeres, la muerte, la existencia de Dios o el sentido de la vida. Buena culpa de ello tuvo su educación religiosa y severa, elegida para él por su padre, pastor protestante. Cursó estudios universitarios en Estocolmo y aprendió el arte de la puesta en escena teatral, montando una pequeña compañía de teatro con sus compañeros que representa a obras de Shakespeare y Strindberg. Ya en los 40, comenzó a compaginar el teatro con el cine y fruto de ello es su primera película, Crisis, de 1945.


En 1976, tras emigrar a Alemania por problemas con el fisco sueco, filmó El huevo de la serpiente, sobre el ascenso del nazismo en Alemania. Ya de nuevo en suecia, en 1982 rodó su última gran película, Fanny y Alexander, en la que trata de su infancia y su pasión por el espectáculo, filme por el que consiguió cuatro oscars, entre ellos el de mejor película extranjera, galardón que ya había obtenido en 1960 por El manantial de la doncella y en 1961 por Como en un espejo. Ya en 2003, dirigió para la televisión sueca Saraband, su último trabajo.

Los papeles femeninos fueron fundamentales en su obra y sus musas fueron actrices como Maj Britt Nilsson, Harriett Andersson, Eva Dahlbeck, Ulla Jacobsson y, sobre todo, Liv Ullmann. Con varias de ellas mantuvo relaciones amorosas y se casó cinco veces. Fruto de sus relaciones nacieron nueve hijos. elpais.com


______________________________Budapest

Dice un proverbio húngaro que para distinguir a una mala persona de entre la multitud basta comprobar si su rostro se transforma en el momento de la risa. Cuanto más desencajado sea el gesto -reza el dicho- peor será la persona en cuestión.

De haber conocido este proverbio en mi juventud, quizá no habría abandonado temporalmente mis estudios para viajar a Hungría con el pretexto de conocer a un escritor a quien entonces procuraba una profunda admiración y al que todavía hoy no he tenido ocasión de leer. Creo que de haber sabido que la risa puede delatarnos, convertirse en un espejo interior, revelador de las verdaderas y maliciosas intenciones que nos mueven, casi con total seguridad no habría tomado aquel tren con destino Budapest. Habría preferido quedarme en casa, abismado para siempre en algún pensamiento subversivo, sin entender cómo a mis 22 años aún podía carecer de una risa distintiva y propia. En vez de esto, en las contadas ocasiones en que tenía oportunidad de reír, lo hacía con un ademán presuntuoso y amanerado, a todas luces delatador. Mi mayor logro hasta la fecha había consistido en proferir una sonada carcajada durante la proyección de una película de Bergman, personaje insólito con quien compartía un sentido contenido e importuno de la vida, una actitud que entonces consideraba intelectual.

Ahora, sin embargo, dispongo de un nutrido catálogo de risas que me esmero en perfeccionar, frente al espejo, cuando me quedo solo en casa. Por la mañana, río a lo Marlon Brando, desganado por la crueldad de mi existencia, en un gesto soez contra el mundo por tener que madrugar. De ahí hasta la noche, mi risa va haciéndose cada vez más angulosa y penetrante, y del Gargamel del mediodía me voy transmutando en un tipo de aire torvo y risa incisiva, un Nosferatu cualquiera, una criatura verdaderamente peligrosa a quien todo hace gracia a la luz de la luna. Me parezco entonces a aquella joven a la que seduje durante 500 kilómetros (los que separan Praga y Budapest) y que me hizo reír a mandíbula batiente mientras hacíamos el amor entre los asientos. Una mujer tan insólita como Bergman a la que, por no conocer aquel proverbio, juré amor eterno mientras ella reía, eludiendo el compromiso, con una expresión cáustica de gozo que, a ratos, la hacía irreconocible.

No hay comentarios: