Los salvajes que habitan estas tierras te miran con ojos de sapo cuando pides un double expresso. Las moscas de la zona, aliadas con los camareros, la emprenden con cualquiera que se atreva a ocupar una terraza con tan minúsculo apetito. El café y las moscas me recuerdan el día en que conocí a Enrique Vila-Matas, hace ya un año, con motivo de los actos de celebración del décimo aniversario de la muerte de Marguerite Duras.
La conferencia comenzaba a las seis y yo había llegado con demasiada antelación, por lo que decidí matar el tiempo en un bar cercano donde, para mi sorpresa, se hallaba el escritor. Tomé asiento a una distancia prudencial, desde donde pudiera espiarlo sin levantar sus sospechas. Luego pedí un café. Él sujetaba un whisky al que acudía con avidez, decidido a iniciarse en el coloquio cuyo título, Se escribe para mirar cómo muere una mosca, había generado expectativas de todo tipo. Sabía a través de sus libros y de algunos artículos de prensa que era un hombre alcanzado por la singularidad, si bien yo estaba más preocupado en disimular la excitación que me producía verlo de cuerpo entero, sin las mutilaciones que sufría en las fotografías. Efectivamente, se daba un aire vampiresco, no sólo en sus rasgos, sino que de su propia forma de estar en aquel bar de Noviciado se desprendía un halo misterioso y al mismo tiempo amenazante, entre imprevisible y accidental. Luego, sin previo aviso, se marchó. Asaltado por un mal presentimiento, preferí quedarme en el bar, renunciando a mi cita, y ocupar el lugar que había dejado en la barra, donde aún permanecía su vaso. Allí llamó mi atención la agónica agitación de una mosca atrapada en los restos de su whisky. Especulé sobre la posibilidad de que su último libro hubiera hecho posible, con el pretexto del neurálgico recuerdo de Duras, que Enrique acudiera a Madrid sólo para beber del vaso en el que más tarde una mosca se entregaría, en una dedicatoria heroica, a los preámbulos de la muerte. A fin de cuentas, uno no escribe si no es para ver cómo muere una mosca, me dije. Sin embargo, Vila-Matas se había olvidado la suya. Algo conmovido, decidí certificar en una servilleta el momento exacto de su fallecimiento. Ocurrió a las 17.36, a la misma hora en que un día Duras fue testigo en su jardín de Neauphle-le-Château del fatídico destino de otra mosca (lo que, al parecer, le produjo un gran impacto). Extraña correspondencia, que no alcanzaba a entender, entre insecticidio y escritura automática. Como en tantas otras ocasiones, acudí mentalmente a mi diccionario de citas, donde encontré subrayado que la creación es una forma de olvido. El olvido -añadí yo- de una mosca que agoniza en los misteriosos y amenazantes contornos de una escritura entre imprevisible y accidental.
La conferencia comenzaba a las seis y yo había llegado con demasiada antelación, por lo que decidí matar el tiempo en un bar cercano donde, para mi sorpresa, se hallaba el escritor. Tomé asiento a una distancia prudencial, desde donde pudiera espiarlo sin levantar sus sospechas. Luego pedí un café. Él sujetaba un whisky al que acudía con avidez, decidido a iniciarse en el coloquio cuyo título, Se escribe para mirar cómo muere una mosca, había generado expectativas de todo tipo. Sabía a través de sus libros y de algunos artículos de prensa que era un hombre alcanzado por la singularidad, si bien yo estaba más preocupado en disimular la excitación que me producía verlo de cuerpo entero, sin las mutilaciones que sufría en las fotografías. Efectivamente, se daba un aire vampiresco, no sólo en sus rasgos, sino que de su propia forma de estar en aquel bar de Noviciado se desprendía un halo misterioso y al mismo tiempo amenazante, entre imprevisible y accidental. Luego, sin previo aviso, se marchó. Asaltado por un mal presentimiento, preferí quedarme en el bar, renunciando a mi cita, y ocupar el lugar que había dejado en la barra, donde aún permanecía su vaso. Allí llamó mi atención la agónica agitación de una mosca atrapada en los restos de su whisky. Especulé sobre la posibilidad de que su último libro hubiera hecho posible, con el pretexto del neurálgico recuerdo de Duras, que Enrique acudiera a Madrid sólo para beber del vaso en el que más tarde una mosca se entregaría, en una dedicatoria heroica, a los preámbulos de la muerte. A fin de cuentas, uno no escribe si no es para ver cómo muere una mosca, me dije. Sin embargo, Vila-Matas se había olvidado la suya. Algo conmovido, decidí certificar en una servilleta el momento exacto de su fallecimiento. Ocurrió a las 17.36, a la misma hora en que un día Duras fue testigo en su jardín de Neauphle-le-Château del fatídico destino de otra mosca (lo que, al parecer, le produjo un gran impacto). Extraña correspondencia, que no alcanzaba a entender, entre insecticidio y escritura automática. Como en tantas otras ocasiones, acudí mentalmente a mi diccionario de citas, donde encontré subrayado que la creación es una forma de olvido. El olvido -añadí yo- de una mosca que agoniza en los misteriosos y amenazantes contornos de una escritura entre imprevisible y accidental.
3 comentarios:
Benji tio, eres un peazo de escritor!!!
Eso sí, yo no entiendo nada, pero eso es porque paso de esforzarme, jejeje.
diccionario mental del citas???
eso solo existe en House chaval.
Genial como siempre. Nuestro Juanjose Millás de Wesleyan.
Postea algun video q te queremos ver ;-)
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