En fin, ya estoy aquí. Después de dos días de viaje, ya estoy aquí. El campus es tal y como lo imaginaba y dentro de poco empezaré a instalarme. Digo esto porque, pese a que ya tengo mi casa y mi habitación asignadas, he comprobado que hay un cuarto mejor que el mío, bastante más grande y un poco apartado del bullicio de la casa. Le ha tocado al FLTA (Foreign Language Teacher Assistant, es decir, a lo que yo me dedicar aquí) de Omán y mantengo viva la esperanza de que el tío llegue y diga: "Menuda mierda de room, demasiado grande, demasiadas ventanas. ¿Alguien me la cambia?". O eso, o quizá esté dispuesto a recibir algo a cambio, un poco de tabaco o dinero en metálico. Por qué no.
De cualquier modo, hoy me he levantado con una extraña sensación de hastío. Habría preferido que se tratara de algo más profundo e intenso, algún tipo de experiencia vital. Sin embargo, mi hostilidad tiene otro origen. Ayer, me quedé dormido viendo un capítulo de Padre made in USA en la cama. Me desperté al poco con un estrépito desagradable. Medio sonámbulo, pude comprobar que mi Mac, antes apoyado sobre un libro en la cama, había resbalado y caído al suelo, produciendo el ruido que me había sobrecogido. Haciendo alarde de una torpeza extrema, lo coloqué sobre la mesa, hice luego mentalmente un parte de incidencias y continué soñando, ahora con portátiles e iPods que me inquirían y me perseguían por todo el campus. En la pesadilla, yo trataba de persuadirles de que no había sido mi culpa, sino la del libro sobre el que se apoyaba el ordenador, y que sin duda habrían de acudir al autor de Doctor Pasavento para exigirle las pertinentes explicaciones. Ahora, recién levantado, he comprobado que el ordenador luce un pequeño abollón en una de las esquinas y un rallajo sin fonética en la tapa. Nunca pensé que un libro pudiera producir tanto daño. Algo conmocionado, he salido a dar una vuelta, tratando de ser un paseante al estilo del doctor Pasavento, convertirme en un habitante de la nada, en una nada no habitable, y hallar consuelo entre la frondosa vegetación. Al volver a casa y recordar el estado de mi ordenador, casi he deseado la muerte. Mientras me debatía entre lanzarme por las escaleras de la casa o apuntarme al equipo de rugby, me he entretenido pensando en que, a veces, las estrategias publicitarias superan con creces la anuencias de la ficción. Me ha venido a la mente Santiago Segura, un hombre dotado de un carisma revulsivo que asume 24 horas al día la condición de hombre-letrero, como tantos hay por el centro de las ciudades vendiendo y comprando oro. Así las cosas, la muerte puede llegar a ser también un señuelo promocional. Persuadido de que el éxito ha de ser póstumo, de que la propia naturaleza de la cultura ha de sobrevivirnos y de que todo huele a rancio, siempre pensé que Bob Dylan había muerto trágicamente en un accidente de coche. Si bien desconocía los detalles sobre el suceso, ya desde su primer disco lo di por muerto.
La muerte no sólo acentúa nuestros logros sino que es extrañamente reveladora. Recuerdo que a un amigo, a quien su padre siempre le decía: “Más vale bailar la pieza más larga con la moza más fea”, tuvo que esperar a que éste pereciera para, imbuido por una inspiración repentina, entender verdaderamente el significado de aquella frase. Hubo de estar sentado en una terraza en Marrakech, un 17 de agosto, frente a la plaza de Jamaa el Fna, teñida por los acres de la tarde, para desentramar el arduo sentido de los consejos del padre, un cerrajero a domicilio. El pensamiento lo esperaba allí, a más de mil kilómetros de Barcelona, donde vivió siempre su padre desatorando puertas. Me pregunto por qué las feas bailan más tiempo y cuántas ciudades habré de visitar yo para empezar a comprender algo, en qué rincón remoto acertaré el sentido de todo esto. Con toda probabilidad, aquél habrá de ser un lugar alejado de la civilización, apartado de Madrid, una suerte de gruta prehistórica, como la que visita Jean Baptiste Grenouille en El perfume, un santuario de los instintos más acérrimos. Si no, una isla, la isla noruega de Faarö, por ejemplo, donde Bergman encontró la muerte. Sospecho, pese a las indicaciones de su hija Eva a la prensa, que el bueno de Ingmar sigue vivo y que con esto no quiere si no avivar el apetito malogrado por sus películas. Al fin y al cabo, es la huida la que engancha. La muerte es sólo una explicación discrecional en la que nadie para creer a ciencia cierta.
El otro día, dos helicópteros que trabajaban para dos cadenas de televisión norteamericanas colisionaron en el aire mientras trataban de dar cobertura a una persecución policial. Huir es algo muy corriente por aquí. En el fatídico accidente murieron cuatro personas. Este tipo de realities se emiten en directo y según avanzan uno va sabiendo de los pormenores de la vida del fugitivo. Nunca entenderé que Dylan siga vivo y que Bergman haya muerto, ni tampoco que un prófugo, al que persiguen veinte coches patrulla, herido de bala y con los neumáticos del coche reventados, improvise una última escapada por entre los matorrales de una carretera secundaria. Como mi amigo en Marrakech, como yo aquí ahora, es un secreto a voces que en la huida no hay otra intención que la de ser alcanzado.
De cualquier modo, hoy me he levantado con una extraña sensación de hastío. Habría preferido que se tratara de algo más profundo e intenso, algún tipo de experiencia vital. Sin embargo, mi hostilidad tiene otro origen. Ayer, me quedé dormido viendo un capítulo de Padre made in USA en la cama. Me desperté al poco con un estrépito desagradable. Medio sonámbulo, pude comprobar que mi Mac, antes apoyado sobre un libro en la cama, había resbalado y caído al suelo, produciendo el ruido que me había sobrecogido. Haciendo alarde de una torpeza extrema, lo coloqué sobre la mesa, hice luego mentalmente un parte de incidencias y continué soñando, ahora con portátiles e iPods que me inquirían y me perseguían por todo el campus. En la pesadilla, yo trataba de persuadirles de que no había sido mi culpa, sino la del libro sobre el que se apoyaba el ordenador, y que sin duda habrían de acudir al autor de Doctor Pasavento para exigirle las pertinentes explicaciones. Ahora, recién levantado, he comprobado que el ordenador luce un pequeño abollón en una de las esquinas y un rallajo sin fonética en la tapa. Nunca pensé que un libro pudiera producir tanto daño. Algo conmocionado, he salido a dar una vuelta, tratando de ser un paseante al estilo del doctor Pasavento, convertirme en un habitante de la nada, en una nada no habitable, y hallar consuelo entre la frondosa vegetación. Al volver a casa y recordar el estado de mi ordenador, casi he deseado la muerte. Mientras me debatía entre lanzarme por las escaleras de la casa o apuntarme al equipo de rugby, me he entretenido pensando en que, a veces, las estrategias publicitarias superan con creces la anuencias de la ficción. Me ha venido a la mente Santiago Segura, un hombre dotado de un carisma revulsivo que asume 24 horas al día la condición de hombre-letrero, como tantos hay por el centro de las ciudades vendiendo y comprando oro. Así las cosas, la muerte puede llegar a ser también un señuelo promocional. Persuadido de que el éxito ha de ser póstumo, de que la propia naturaleza de la cultura ha de sobrevivirnos y de que todo huele a rancio, siempre pensé que Bob Dylan había muerto trágicamente en un accidente de coche. Si bien desconocía los detalles sobre el suceso, ya desde su primer disco lo di por muerto.
La muerte no sólo acentúa nuestros logros sino que es extrañamente reveladora. Recuerdo que a un amigo, a quien su padre siempre le decía: “Más vale bailar la pieza más larga con la moza más fea”, tuvo que esperar a que éste pereciera para, imbuido por una inspiración repentina, entender verdaderamente el significado de aquella frase. Hubo de estar sentado en una terraza en Marrakech, un 17 de agosto, frente a la plaza de Jamaa el Fna, teñida por los acres de la tarde, para desentramar el arduo sentido de los consejos del padre, un cerrajero a domicilio. El pensamiento lo esperaba allí, a más de mil kilómetros de Barcelona, donde vivió siempre su padre desatorando puertas. Me pregunto por qué las feas bailan más tiempo y cuántas ciudades habré de visitar yo para empezar a comprender algo, en qué rincón remoto acertaré el sentido de todo esto. Con toda probabilidad, aquél habrá de ser un lugar alejado de la civilización, apartado de Madrid, una suerte de gruta prehistórica, como la que visita Jean Baptiste Grenouille en El perfume, un santuario de los instintos más acérrimos. Si no, una isla, la isla noruega de Faarö, por ejemplo, donde Bergman encontró la muerte. Sospecho, pese a las indicaciones de su hija Eva a la prensa, que el bueno de Ingmar sigue vivo y que con esto no quiere si no avivar el apetito malogrado por sus películas. Al fin y al cabo, es la huida la que engancha. La muerte es sólo una explicación discrecional en la que nadie para creer a ciencia cierta.
El otro día, dos helicópteros que trabajaban para dos cadenas de televisión norteamericanas colisionaron en el aire mientras trataban de dar cobertura a una persecución policial. Huir es algo muy corriente por aquí. En el fatídico accidente murieron cuatro personas. Este tipo de realities se emiten en directo y según avanzan uno va sabiendo de los pormenores de la vida del fugitivo. Nunca entenderé que Dylan siga vivo y que Bergman haya muerto, ni tampoco que un prófugo, al que persiguen veinte coches patrulla, herido de bala y con los neumáticos del coche reventados, improvise una última escapada por entre los matorrales de una carretera secundaria. Como mi amigo en Marrakech, como yo aquí ahora, es un secreto a voces que en la huida no hay otra intención que la de ser alcanzado.
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